miércoles, 23 de abril de 2008

Fabio, de la mirada desafiante

Romina Garcia

Eran tiempos adversos para el colegio al que llamaremos M.B.: en un período de tiempo no menor a los 15 años había pasado de ser una de las instituciones educativas más respetadas en el imaginario social santarroseño, para mutar en una especie de “aguantadero”. Varios factores contribuyeron a la merma en la calidad educativa (muchos de ellos, estrechamente ligados al escenario social y cultural impuesto por la lógica neoliberal), pero no pretendo en este relato hacer una análisis de la cuestión. Sí deseo narrar mi encuentro con Fabio, un alumno del nivel polimodal que asistía al instituto mencionado.
La historia comienza así… conmigo, como una de las protagonistas, que a mediados del ciclo lectivo pasado había tomado una suplencia funcional en una Asesoría Pedagógica. Desde la creación del cargo, la persona asignada se hallaba en comisión de servicio, hecho que incidía en que este puesto históricamente se asignara año tras año; el resultado: año tras año, la Asesoría era ocupada por diversas personas que, lejos de sentirse parte de la comunidad educativa en cuestión, asumían su estadía como “de paso”. Y ojo, que aquí también hago un mea culpa: ¿Qué sentido de pertenencia institucional podría sentir yo cuando sólo estaría 3 meses ocupando un cargo docente tan importante?.
De los dos turnos que existían, Fabio asistía vespertino, resagado en la escuela, ya que la percepción que compartíamos muchos docentes era que las cosas más importantes sucedían de mañana. De hecho, en el turno tarde no funcionaba ni la secretaría del colegio ni la dirección; sólo la vicedirectora asistía unas dos horas por día, más que nada para cerciorarse de que estuviera todo tranquilo.
Algunos docente ya habían estigmatizado a Fabio como “alumno problema” y él asumía con mirada desafiante esta condición. Fue con esa misma actitud que se presentó ante mí. Sin embargo, lejos de la formalidad que suele caracterizar los encuentros docente-alumno, yo quería que nuestra charla se desarrollara en un clima distendido. Mate de por medio, nuestros encuentros se fueron haciendo cada vez más frecuentes.
Fabio llevaba consigo su pasado de pueblo originario tatuado: sus ojos negros, su mirada desafiante, su tez morena y su larga cabellera así lo retrataba.
Aún no recuerdo bien cuándo fue que sentí que Fabio comenzaba a abrirse y a contar pausadamente sus experiencias como alumno y, lo que es más importante, como persona, único, individual, irrepetible. Me contó de la pasión que sentía al jugar al fútbol, de su grupo familiar, del colegio y el trato con sus compañeros. En ese primer año, tercera división, Fabio era una especie de líder, ya que él condensaba muchas de las aspiraciones de sus pares: esa actitud provocadora frente a los profesores o la apatía hacia lo institucional, eran rasgos compartidos por sus compañeros. Sin embargo, la diferencia entre ellos era crucial: mientras el resto se apoyaba en una familia que, de una u otra forma los instaban a estudiar (o mejor dicho, que “castigaba” las desviaciones”), Fabio llevaba “la” mochila de su familia. Mochila que incluía desde el desconocimiento del padre biológico, hasta la prostitución de sus hermanas como forma de ganarse la vida, y una madre que, en la escuela siempre estuvo ausente. Sin embargo, Fabio naturalizaba totalmente estas cuestiones (claro, ésa era su vida) y se sentía totalmente libre-adulto- por la posibilidad de optar, de elegir, seguir estudiando: de su familia, él sería el primero en terminar el secundario. Esa responsabilidad la vivía como cuestión bastante trascendente.
Nuestros encuentros fueron prósperos. De a poco, Fabio empezó a esforzarse y a levantar sus calificaciones. Incluso llegamos a fantasear con la idea de que siguiera estudiando una carrera universitaria.
Pero esos esfuerzos por mejorar, a mediados de Noviembre, eran ya en vano. Desde el inicio del ciclo lectivo se fue definiendo el tendal de alumnos que quedarían con materias pendientes. Y Fabio era uno de esos; con el agravante de que por su edad, si no sacaba las materias podría ir a una escuela de adultos (en el mejor de los casos).
Darle a un chico de 16 años la posibilidad de optar si seguir estudiando o no, más aún cuando su desempeño académico no ha sido favorable, es lo mismo que abrirle las puestas de la escuela para que salga a la calle. Y Fabio lo entendió así.
En uno de nuestros últimos encuentros, Fabio me increpó por qué nunca nadie le había dicho lo que yo le estaba haciendo entender: la importancia de tener educación para mejorar nuestras condiciones de vida. Y no supe qué responderle; con toda la impotencia del mundo me culpabilicé por los centenares de docentes que Fabio había tenido en su vida escolar y que no supieron acompañarlo en ese sinuoso camino. Sentir que la verdad estaba ahora al alcance de su mano, pero que ya…
En esos tiempos, la mirada desafiante de Fabio había cambiado. Un velo de resignación parecía cubrirle el rostro.
Quisiera hoy tener a Fabio frente a mí para recordarle que nunca es tarde para aprender, nunca es tarde para darse cuenta. Sólo espero que Fabio lo sepa.

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