miércoles, 23 de abril de 2008

“La silla vacía”

Nelly Noemí Holgado
Hoy tengo la oportunidad de contar una historia que me transporta a mi experiencia pedagógica. Una mezcla de sensaciones, sentimientos, emociones, recuerdos, situaciones que se mezclan y entrecruzan formando una especie de collage me invaden, me inquietan, me hacen pensar, me movilizan.
Pienso: ¿Cuál de ellas quiero hoy contar? ¿Cuál de esas historias que se superponen una y otra vez quiero rescatar?
Son muchas y variadas que aparecen y desaparecen en este largo trajinar de mi carrera docente. Pero hay una que aflora como muy especial y que hoy late como aquel día.
Cierro mis ojos y puedo ver claramente a un grupo de preadolescentes llenos de vitalidad, de juventud, de ganas de hacer y compartir con sus pares y con el docente, no sólo la tarea escolar, sino también momentos, inquietudes, experiencias, el quehacer cotidiano.
¡Era un grupo de 7º Grado! ¡Cómo olvidarlo! Muy compañero, activo, colaborador y de una gran calidez humana. Con ellos compartí momentos inolvidables, no sólo en la escuela sino también en el viaje de estudios a Buenos Aires y todo lo previo para recaudar fondos para tal fin.
Pero algo empañó la algarabía de este grupo, algo cubrió de tristeza y amargura los corazones de todos nosotros, una tragedia marcó un camino, el rumbo de uno de esos niños, el camino de la fatalidad, el camino de la muerte.
El de la mirada profunda y ojos grandes y oscuros, el que se sentaba en el último banco allá al fondo, a la derecha del aula, el de pocas palabras, pero de un gran corazón, nos había abandonado; un arma, un tiro accidental se escapa jugando con su vecino y lo hiere en la sien mortalmente.
Era un sábado, me acuerdo, siento un nudo en la garganta y brotan lágrimas en mis ojos como aquel día cuando los compañeritos vinieron a avisarme a mi casa del accidente. No supe que decir, quedé inmovilizada, pensé en sus padres, pensé en él, sentí algo muy extraño mezcla de escalofrío, dolor e impotencia; nos abrazamos con vehemencia tratando de mitigar la angustia que nos invadía.
Pero ahí estaban ellos nuevamente con la fortaleza que los identificaba, para que juntos decidiéramos los pasos a seguir.
Fue así que nos organizamos para ir a acompañar sus últimos momentos y a toda su familia.
Asistimos todos de guardapolvo blanco y le dimos el último adiós.
Fue y es terrible recordarlo. Era un niño, era un alumno, era mi alumno.
El lunes llegó y el dolor y la ausencia estaban latentes en el aula.
Entramos como todos los días, aunque ya no era igual, nadie dijo nada, pero todos dirigimos la mirada hacia la silla vacía, allá al fondo, a la derecha donde él se sentaba y donde a partir de ese momento sólo quedaba el recuerdo y la presencia espiritual de alguien que desde el cielo nos enviaba su bendición.
Y es aquí donde hago eco una frase de Bucay : “ El dolor también es un maestro, está allí para enseñarnos un camino”

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