miércoles, 23 de abril de 2008

Sobre los usos alternativos de la palta

Lautaro Pagnutti
Recuerdo como en una ocasión aprendí los usos alternativos de la palta.
Este vegetal de exterior rugoso que asemeja a la cría aun por nacer de algún ya extinguido gigante jurásico y que alegremente engalana nuestra mesa, puede convenir a otras utilidades menos culinarias.
Miro hacia atrás y evoco ese momento. El pibe muy molesto y hostil, portaba, seguramente un conflicto mayúsculo. Jonathan, si mal no recuerdo, era su nombre. Ese día realmente se las traía todas encima.
Ante el requerimiento de una simple tarea, me chantó, tajante:
- Yo no voy a hacer nada.
Frente a tanta convicción, tuve que afirmarme:
- Sí que vas a hacer – lo desafié.
- No, se equivoca – espetó en términos mucho menos académicos de los que aquí recuerdo.
- Entonces salí afuera…-ordené ya enojado.
Y saltó nomás de la silla con el típico movimiento de hombros que en buen criollo se traduce como “que me importa”. Viendo que esa partida la perdía, arriesgué cuando el “desacatao” alcanzaba la puerta:
- Pero además voy a llamar a tu mamá…
El golpe lo afectó. No pudo disimularlo. Quizás por eso puso un ladrillo más en su tozuda agresividad.
- Mi vieja no va a venir para esto, dijo acentuando ese “esto” con expresividad literaria, casi con la fuerza poética del encono personificado.
Aproveché a tomar aire y le expliqué que si la convocatoria afectaba a su madre, él iba a ser el responsable, que seguramente ella estaba muy atareada, y que se diera cuenta en qué tipo de complicaciones la arrastraba sólo por una conducta un tanto caprichosa y bla, bla, bla. Pero sus gestos y comentarios lejos de aplacarse fueron adquiriendo un claro in crescendo de voluntad guerrera.
Ya para esto, el ambiente del aula fue mutando su atmósfera de estudiantina por algo parecido a esos galpones de apuestas clandestinas. Si bien faltaban el humo, el alcohol y la malicia del cuchillo, el clima se asemejaba a esas historias magistralmente narradas por Dashiell Hammet en Cosecha Roja. Los chicos esbozaban las risillas entre pícaras y socarronas; las niñas se removían inquietas y nerviosas. De reojo, observaba esos rictus torcidos en semisonrisas que interrogaban hasta dónde iba a llegar el joven Jonathan; todo soezmente condimentado por los típicos corrillos y uhhhh!! que alentaban las ínfulas del fulano.
Ante la presión y ya cara a cara, con mucha bronca apelé al chico de barrio que llevo encima y le solté groseramente:
- Pero ¿a quién te comiste vos?, ¿quién te pensás que sos?...
Ante tamaña pedagogía de callejón, y como quien quiere dejar sentado que no va a aflojar, me arrojó aquel mazazo:
- Y qué…cuando se inventó la pólvora se acabaron los guapos…
Esta vez el golpe lo acusé yo; nunca había escuchado algo tan sórdido para el ambiente educativo. Sólo pude atinar a decir:
- ¿Qué?, ¿me estás amenazando…?
No recuerdo con qué frase esquiva –pero sin menguar el tono hostil– plantó una retirada. Yo, por primera y única vez en mi vida, hice firmar un acta de compromiso. Por suerte la institución donde trabajaba era pionera en eso de transformar las reaccionarias y moralizantes “amonestaciones” en un intento de democratizar y madurar responsabilidades.
Sin embargo, el hecho en sí, me violentó más a mí que a él. Apelar a los papelillos correctivos era como perder algo, como un pedazo de inocencia, como un hiato bien atado de convicciones, como una filosofía quebrantada…
El caso es que, pasado el trance, veo a Jonathan en el recreo charlando con dos amigos de otro curso. Yo, a la vez, era profesor de esos alumnos que eran -¿como decirlo?- Difíciles, por usar uno de esos eufemismos escolarizantes.
Terminada mi jornada me retiraba a casa reflexionando sobre todo lo que había pasado ese día. En esos tiempos vivía en La Plata y viajaba desde esta ciudad a Berazategui en tren.
Las cuadras que me separaban de la estación de Berazategui a la Media 7 (en el pionerísimo barrio San Francisco de Villa España) las completaba en bicicleta. Caminando con la bici por el andén me crucé con los dos alumnos que habían estado hablando con Jonathan en el recreo.
- Que curioso- recuerdo que pensé – nunca los había visto por acá…
Pero bueno, tampoco era algo tan extraordinario.
Al momento de subir al vagón trasero –el típico reducto de quienes saben viajar por ese medio portando bicicletas– y cuando me encontraba en el menester de acomodarla sobre la pared metálica, percibí una extraña presencia. ¿Cómo contarlo cuando dura más decirlo que vivirlo?
Digamos que fue algo así como un barbero invisible y volador, que con intenciones de arrancarme el bigote, trazó cual saeta una línea dinámica para terminar estrellándose en aquella pared metálica, por encima de mi bicicleta. El estruendo fue tan imponente que la gente gritó y se arrojó al suelo, como si de pronto ese vagón suburbano extrapolara un fragmento desde Kosovo a este lugar del globo.
Yo, atribulado, no salía del asombro; miraba ese verdor literalmente destrozado. Cuando me sobrepuse a la sorpresa, miré en derredor para ver si apreciaba esas pícaras carillas que había cruzado en el andén. Justo el tren hizo sonar su pitazo estridente y la máquina comenzó su chirriante trajín. Nunca pude verlos.
Nunca pude comprobar mis sospechas, pero ese día Jonathan y sus compinches me enseñaron de forma muy didáctica los usos alternativos de la palta.

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